El documental ‘Circus of books’ aterrizó en Netflix para, entre otras y mucho más evidentes virtudes, solventar semejante despiste. Y ahora, si no hay niños alrededor, teclee el nombre de marras en Google. Rachel Mason, la directora de este delicado prodigio ‘hardcore’ con aspecto de documental familiar, creció convencida de que sus padres regentaban una librería. Sólo eso. Cuenta que de niña, cuando acudía a ver a sus progenitores al trabajo, su madre, la increíble Karon, conminaba a ella y a sus dos hermanos a mirar al suelo. «Algo se veía, pero poco», comenta entre risas uno de ellos. Pero ella, obediente y despreocupada, nunca levantó la vista.
Lo hace ahora y, con agradecimiento, la niña que miraba al suelo, lo hace ahora a la cara de sus padres para relatar una historia esencialmente bella de una mujer y un hombre evidentemente peculiares. Pero también comprensivos, luchadores, imaginativos y empáticos. Y desprejuiciados y libres. Sus padres, Barry y la citada Karen, levantaron de prácticamente la nada Circus of books, que, además de un agradable negocio en el centro de Hollywood, con el pasar del tiempo se convertiría en la mayor distribuidora de cine porno gay de todo Estados Unidos. Pero no sólo eso, pronto el lugar que ocupaba la tienda donde, en efecto, además de libros, había vídeos, se convirtió en un lugar de encuentro y liberación. El callejón de la vaselina, se llamaba la calle adyacente. Y un paso más, también fue el nombre casi mítico donde, como afirma uno de los clientes de toda la vida, la comunidad gay se reconocía sin humillación y vergüenza.
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Sin embargo, y de ahí la gracia y oportunidad de la cinta, que nadie espere el relato más o menos heroico de unos luchadores de los derechos civiles. O sí, pero de otra manera. Todo ocurrió por la propia lógica que asiste a algo tan infrecuente como el sentido común. Karen era periodista de sucesos y Barry, técnico en efectos especiales de películas tan notables como ‘2001: una odisea del espacio’ o series como ‘Star Trek’. Ella, judía practicante; él, feliz despreocupado («Mi padre», dice uno de los hijos, «es una de esas personas conscientemente felices»). Y así hasta que un día decidieron atender el anuncio en prensa de una tal Larry Flynt que solicitaba distribuidores independientes para sus revistas. Entre ellas, la más que sólo célebre ‘Hustler’.
Una cosa llevó a la otra y la oportunidad de un negocio virgen (sí, era virgen) abrió la puerta primero a convertir una vieja librería llamada Book Circus en Circus of books (todo fuera por reutilizar el cartel) y después a producir ellos mismos películas como ‘Stryker force’ (vuelvan a mirar en Google). Y todo ello, con la extraña normalidad que siempre asiste a lo que en muchos casos la supuesta normalidad da en llamar extraño.
Desde el primer segundo, la película establece sin pudor y con gracia una muy singular conversación con el espectador. Karen, siempre enérgica, protesta ante la cámara y ante su hija por el interés de la propia película. «¿A quién le puede interesar esto?», dice. Y lo hace a la vez que no duda en señalar a su hija infinidad de motivos para documentales mucho más interesantes del que estamos viendo. «Esto sí merece una películas», comenta al donar buena parte de su colección a ONE National Gay and Lesbian Archives.
Por el camino, el espectador es invitado, sin grandes discursos ni proclamas afectadas, a descubrir el papel desempeñado, entre el consuelo y la resistencia, por Circus of books durante los años más duros del sida. Eso y la brutalidad ciega de las leyes contra la obscenidad que durante las administraciones de Reagan y el primer Bush acosaron a la comunidad gay. Y en medio, como catalizador y protagonista accidental Karen y Barry.
Pero con todo, el golpe de efecto llega al final. Y no es tanto ‘spoiler’ como motor obvio y auténtico sentido de la película. A Karen, la judía practicante que obligaba a sus hijos a mirar al suelo; a Karen, que tenía que tragar saliva cada vez que la condescendencia progresista de sus vecinos le hacía saber que no les importaba a lo que se dedicara («Jamás se me ocurrió decirle a un abogado que no tenía problemas con lo que hacía. El hecho de que me lo hicieran saber es que sí les importaba», afirma); a Karen, decíamos, le costó asimilar la homosexualidad de su hijo menor. Y es ahí, en la ruptura sorprendida del otro lado de lo presuntamente normal (¿cómo alguien que se dedica a lo que se dedica Karen puede reaccionar así?), donde ‘Circus of books’ adquiere el valor de lo cierto, de lo inteligente. El viaje de la madre hacia la comprensión de su hijo es también el viaje a todas las contradicciones que nos habitan. Incluida la más íntima paradoja de un negocio devorado por los nuevos tiempos. El porno, con internet, es ya otra cosa.